Carta abierta al ginecólogo del siglo XXI



 Estimado Doctor:

 Ante todo, disculpe, por favor, la osadía de enviarle esta carta. Soy  una anciana hemipléjica y enferma esperando, de un día a otro, la muerte, y no  puedo por menos de comunicarle una experiencia mía con el deseo de que haga la prueba que le propongo y de que le resulte positiva.

 Hace muchos años, exactamente en 1945, tuve que sacar el título de  practicante en medicina para poner inyecciones a mi única hija enferma porque no podía pagar a uno que lo hiciera. Para poder presentarme a examen en la Facultad de Medicina de Madrid, tuve que obtener un certificado de Prácticas de Obstetricia en la antigua Maternidad Provincial de Madrid.

Yo tenía del parto una idea muy diferente porque, cuando iba a nacer mi hermano, mi madre me había explicado el embarazo y el parto de la manera más verídica y sensata que tal cosa se puede explicar. En la niñez, mi hermana y  yo nos divertíamos viendo parir a la gata; más tarde, ya a punto de cumplir dieciséis años, vi parir a la madrastra mientras mi padre iba en busca de la comadrona, y tanto la gata como la madrastra parieron sin dar muestras de dolor.

No tuve ocasión de presenciar más partos. Solamente tuve una hija, y su nacimiento fue por intervención cesárea a causa de estenosis pélvica, con lo  que me quedé sin saber lo que era realmente un parto. A consecuencia de mi  ignorancia, lo que vi y aprendí en la Maternidad me sumió en una gran confusión, y decidí hacerme comadrona para poder estudiar concienzudamente el parto, tratando de descubrir por qué dolía la última fase (únicamente  aquella) cuando las demás fases del largo y complicado proceso de la reproducción vivípara son siempre indoloras, y también lo son las demás funciones fisiológicas si se ejecutan por un organismo sano y normal.

Desde 1945 llevo estudiando esta cuestión. Gané, por oposición, una plaza  como matrona de la Beneficencia Municipal de Madrid, sin más meta que la de  poder estudiar el parto en toda su profundidad. Viajé cuanto pude a Congresos y Cursos con la misma intención, y trabajé como comadrona no sólo en España, aprendiendo siempre algo de cada parto que asistía o presenciaba,  comprobando en la práctica lo que leía en los libros.

En 1955 tuve ocasión de asistir a un curso en París sobre "La Psicoprofilaxis del Dolor en el Parto", que daban los doctores Lamaze,  Velay  y Bourrel.
 En ese curso se afirmaba que las contracciones uterinas dolían debido a la  existencia de un reflejo condicionado negativo que, además del dolor,  provoca miedo y resistencia a la función por parte de la mujer.
 Esta explicación del dolor en el parto me pareció mucho más admisible que la bíblica, y quise comprobar si era verdad. Yo ya había observado, antes del curso, que el talante y la educación de la embarazada tenían una gran influencia en el desarrollo del parto.

Desde 1955 empecé a practicar una preparación que consiste en enseñar a las embarazadas en qué consiste el embarazo y el parto, y comparándolo con otras funciones fisiológicas para intentar que la mujer lo admita como lo que verdaderamente es, así como instruirlas sobre la parte activa y voluntaria que deben asumir tanto en  el embarazo como en el parto,.

Esta preparación fue rechazada argumentando que el descubridor de la formación en el córtex cerebral de reflejos condicionados fue un fisiólogo ruso a quién le fue concedido, por ello, el premio Nóbel en 1904, y que los  españoles no querían de los rusos ni el parto sin dolor.

Yo no sé cuales fueron los verdaderos motivos del rechazo, pero sí sé  que me  costó tener que salir de España porque me expulsaron de todos los  puestos de trabajo en los que había sido asumida "a dedo", que eran todos menos el del  Ayuntamiento, cuyo sueldo no bastaba para cubrir mis necesidades.

 En cuanto pude, regresé a España e intenté volver a trabajar como matrona,  sin poderlo conseguir más que en la plaza que tenía por oposición. Pero  en  los años de exilio había aprendido idiomas, y ello me sirvió para ganarme la  vida como secretaria, y seguir preparando embarazadas y asistiendo partos como distracción, sin cobrar nada.

En 1976, en la nueva Maternidad Provincial de Madrid, dotada de todos los  adelantos modernos, se celebró un "Cursillo de actualización obstétrica para  matronas" en el cual, llena de ilusión, me apresuré a inscribirme y en el que intenté, en vano, hacer razonar a profesores y alumnas de que lo que se  intentaba era un disparate en todos los sentidos.

Tan antiguas como el parto son la respiración, la digestión y la circulación  de la sangre, y a nadie en su sano juicio se le ocurre "dirigirlas"  cuando  funcionan normalmente. De lo que la ciencia médica se ocupa es de reconducirlas a la normalidad si ésta está alterada.
Durante aquel cursillo me pellizcaba los muslos para cerciorarme de que  no  era una pesadilla, de que estaba despierta. El doctor Caballero Gordo, a  quien había conocido muchos años atrás en la Maternidad de Mesón de Paredes, estaba presentando el "Parto Dirigido en sustitución del parto normal".

Después de aquel curso y hasta la fecha, el "Parto dirigido" se ha  impuesto  en los hospitales. Yo he seguido y sigo preparando psicológicamente a embarazadas, de las que una exigua minoría se decide a dar a luz en sus  casas considerando el parto como una función normal. Pero la mayoría tiene  miedo y acaba por ir al hospital, donde el trabajo que hice preparándolas se  desploma como un castillo de naipes.

Quisiera que algún obstetra se  atreviera a probar un sistema de asistir partos que me ha dado muy buenos resultados durante muchos años y de los que puedo presentarle testimonios  recientes. Consiste en concienciar a la mujer de que el parto es una función fisiológica exenta de peligro, dejar que el parto empiece por sí solo y que  se desarrolle a su ritmo, respetando sus fases de descanso entre períodos,  sin impaciencia porque termine.

El único artificio que yo empleaba en el parto era el estetoscopio de  Pinard, y éste me bastaba para seguir con toda eficacia el desarrollo  del  parto, sin necesidad de tactos vaginales, muy dolorosos para la mujer y no  completamente exentos de peligro.

 Aprendí la evolución del parto en buenos y detallados Tratados de  Obstetricia. Comprobé que lo que decían era verdad, que en el organismo  existe un ritmo, un programa, un proyecto a desarrollar, por una fuerza calculada al milímetro y al segundo, y que no hay más que dejarla actuar, que con cualquier intervención lo único que se consigue es perturbar el
ritmo natural de la función. Aprendí que la colocación del feto, imprescindible para su salida, y la dilatación del cérvix, si no se  interfiere, suelen ser simultáneas, y el estetoscopio me servía no sólo para  controlar el ritmo cardiaco del feto sino también su cambio de posición
con respecto al abdomen materno, debido a los movimientos de rotación del feto y al descenso de la presentación a los diversos planos de la pelvis.

Nunca presté atención a las dimensiones de la dilatación cervical; no tienen la importancia que se les suele dar. El verdadero problema en el parto consiste en la adaptación del feto al canal pélvico de la madre, que se suele hacer despacio y felizmente, a menos que la actitud de la parturiente, su miedo, su impaciencia, su falta de confianza en sí misma y en quién la asiste, no desencadene una anormal resistencia que impida el desarrollo de la función.

Nunca tuve necesidad de plantearme si la dilatación estaba completa o no,  porque cuando ello ocurre, los signos que lo avisan son tan claros, tan convincentes -entre ellos, la formación del canal blando del parto- que no  hay el menor peligro de que la cabeza fetal se desprenda de repente. El parto se efectúa siempre despacio, lenta y suavemente. Tengo la
 suficiente experiencia como para asegurar que es así.

Quisiera que los obstetras del Siglo XXI probaran a ver si la mujer sana e informada es capaz de parir con la misma tranquilidad y eficacia que ejecuta las demás funciones fisiológicas. Por probar, nada se pierde. No se trata más que de tener paciencia y confianza en que la Naturaleza es capaz de cumplir su cometido sin necesidad de ser reemplazada.

La mujer del Siglo  XXI, a la que tanto se la consiente en otros terrenos, merece que se la deje parir, que se la consienta cumplir una función normal porque la creo verdaderamente capaz de ello. No se trata de volver a tiempos pasados, ya lejanos. Ahora la mujer sabe hacer muchas cosas para las que no se la creía capacitada; en el tiempo actual, la mujer debe saber parir, como sabe hacer la digestión, sin ayudas.

No quisiera haberle ofendido con esta carta. He dedicado mi vida a estudiar el parto.   Creo que sé muy bien en qué consiste, y este conocimiento mío no  quiero llevármelo a la tumba mientras las mujeres y los fetos sufren una  enfermedad artificial, una forma de parir peor de la que la Naturaleza les  había preparado.

Consuelo Ruiz Vélez-Frías (España) es Matrona Jubilada de la
Beneficencia  Municipal.
 Pionera de la Preparación Psicoprofiláctica del Dolor en el Parto
 (autora del primer libro publicado en España sobre este tema).
Presidenta Honoraria de la ASOCIACIÓN NACER EN CASA

Una insólita carta de amor



Concurso de “cartas de amor” para mayores de 60 años. 


Querido ... (discípulo obstetra):

No pienso que esta carta llegue a tu poder, tengo una dirección tuya desde hace mucho tiempo y, además me parece que era de un lugar de trabajo y no sé si todavía sigues en él ni siquiera en la misma ciudad.
No sé nada de ti desde el año pasado.  Esperaba tu felicitación el día de mi 89º cumpleaños, pero no me llamaste por teléfono y pensé que estabas fuera de España, realizando alguno de tus viajes a sitios lejanísimos, de los que solías traerme algún regalo. En este momento hace frío y llevo puesto el jersey de pescador que me diste hace mucho y que cada vez me está más grande porque aquella buena moza que yo era, cada vez se está quedando más pequeña.
No sé que ha pasado contigo ni por qué me has abandonado...¡te quiero tanto, te sigo queriendo! Aún duermo con el teléfono sobre la almohada para no tardar en cogerlo, en la mesilla de noche, esperando tu llamada, como cuando nos pasábamos horas hablando, hasta que te disculpabas diciendo: “Mañana tengo que madrugar...”
Te sigo queriendo, con un amor disparatado, romántico, imposible un amor de poeta, como el de los trovadores de la Edad Media a la inasequible dama del castillo.
Me enamoré de tu voz cuando la oí en mi telefonillo del portero eléctrico: Diciéndome: Soy yo, nos conocimos en la reunión del jueves. ¿Puedo subir a hacerte algunas preguntas sobre lo que expusiste.
- ¡Claro, te contesté, sube! Las preguntas eran sobre tema un científico en el que yo fui pionera y en total no concluí nada, ni logré hacer escuela,  estuve y vuelvo a estar ahora, a punto de dejarlo. Tomaste notas de lo que te dije y seguiste viniendo y me llamabas a menudo por teléfono. Te mostrabas tan asiduo que un día te pregunté qué querías de mí y me dijiste que nada, que te gustaba hablar conmigo, simplemente.
¿Te acuerdas que, un día que te pedí tu colaboración en mis experimentos me ofreciste tus manos, en sustitución de mi pobre mano inválida? El experimento fue un exito y se repitió más veces. Yo  creí que aquello era el principio de una buena colaboración entre profesionales y de una duradera amistad.
Efectivamente, ha durado años, no me acuerdo cuantos, ¡se me han pasado en un soplo! ¡¡Hasta empezamos a decirnos mutuamente que  nos queríamos!!
Y un día, una amiga común me preguntó a qué punto habíamos llegado y si yo
estaba enamorada de ti. Yo también empecé a preguntarme qué eras tú para mí que,
casi, casi,  podía ser tu abuela. Estuve tratando de saber por qué me daba tanta alegría oir tu voz al teléfono, que te contaba mis cosas, hasta las más íntimas, las que no contaba a nadie. ¿ Por qué me confiaba tanto en tí y me parecía tan corto el tiempo que pasábamos juntos? Empecé a preguntarme: ¿Quién es para mí? ¿Que papel representa este hombre en vida?
Siempre me han parecido ridículos los viejos verdes que no se enteran de que los años pasan y que cada edad es para vivirla de forma diferente y mucho más ridículas me parecen los viejas reteñidas, en manos de cirujanos plásticos, maquilladas y vestidas de pebeta, como cantaba Carlos Gardel, viejas adineradas que se pagan “gigolos”. Me horrorizaba que alguien me tomara por una de tales y quise saber la verdad. Séneca decía que tenía un genio, un ser invisible, a su lado que era su consejero y su mentor.
Yo, para no ser menos que el sabio griego, tengo un angelito con el que consulto mis cosas importantes y a él le pregunté por qué te quiero, por qué has sido tan importante para mí, por qué me siento, tan sola, tan triste, tan vieja, sin ti.
En respuesta del ángel, al menos yo lo interpreté como tal, soñé contigo. Habíamos hecho, pocos días antes, un experimento de los nuestros, en casa de Juan Ignacio y de Manuela, descabezaste un sueño en su casa y yo te estuve contemplado mientras dormías, con el mismo amor que al lado de la cuna una madre ve dormir a su bebé y venciendo la ridícula tentación de besarte en la frente mientras dormías.
Una noche, mi angelito me hizo soñar, contigo, durmiendo vestido, acurrucadito, como te había visto en aquella casa y, poco a poco, te fuiste transformando en un niño rubito, de dorados y ensortijados cabellos, que dormía plácidamente. Yo no salía en el sueño, pero me parecía estar a tu lado.
¡TE QUIERO! 
Decididamente, no voy a enviarte esta carta. La he escrito para un concurso de
“cartas de amor” para mayores de 60 años. Supongo que se refieren a viejos y viejas verdes que babean estúpidos e impotentes ante los jóvenes, queriendo  hacer revivir una actividad  amorosa  ya imposible en sus organismos caducos, un sucedáneo de amor.
Creo que voy a mandar esta carta, aúnque cause risa, este amor que siento por ti es el verdadero amor, sin interés, sin condiciones, sin obtener nada a cambio, un amor tan puro, tan ideal al que ni siquiera ha afectado para nada tu raro, inexplicable abandono, te quiero igual aunque no vuelva a verte ni a oir tu voz.
¡Dios te bendiga!