EL SOL, EL AIRE Y EL AGUA.
Todo el mundo sabe que estos tres elementos son sempiternos y
trascendentales, imprescindibles para la vida, que existen mucho antes que el
“homo sapiens” y que, por lo tanto, no son una creación humana.
También se sabe que el ser humano es
incapaz de crear nada verdaderamente eterno y fundamental, que su sabiduría y
su ciencia no alcanzan más que a producir sucedáneos ya creados, antes de que
el antropopitecus se decidiera a ponerse en pie.
El hombre ha inventado, inventa e
inventará sistemas, aparatos, máquinas e ideas, a través de muchas
civilizaciones, pero siempre han sido cosas efímeras y pasajeras, modas que, al
pasar el tiempo han sido desvirtuadas, olvidadas o sustituidas.
Ninguna civilización alcanzó la
misma supervivencia e importancia que el sol, el aire o el agua.
Yo diría que todo lo verdaderamente
imprescindible está inventado ya hace mucho tiempo y que la humanidad sobrevive
a base de civilizaciones que se suceden, unas a otras, con sus creencias, sus
ritos y sus costumbres que, en definitiva, no son más que simples modas que se
suceden con ínfulas de “adelantos”; pero que al final acaban arrinconadas y son
reemplazadas por otras tan efímeras y
pasajeras como las antiguas.
Sin embargo, en el
transcurso de miles de milenios hay cosas que subsisten, que semejantes al sol,
el aire y el agua, no solo siguen existiendo, sino que sirven de base, de
cimiento, de armazón a sucesivas civilizaciones.
Hay tres cosas tan vitales en una sociedad
civilizada como el sol, el aire y el agua y me refiero a la mujer, la madre y
la matrona. Tres personajes de los cuales no es suficiente conservar el nombre,
pues dice el refrán que el hábito no hace al monje. Solo el nombre no puede
sustituir a la entidad, ni a la categoría de la función encomendada.
La mujer es un ser racional, ni
superior ni inferior al varón, pero física y mentalmente diferente. Jamás será
igual a él mas que en épocas tempranas de la vida. La mujer y el varón son
complementarios, destinados a vivir en compañía, a disponer del mundo al 50%,
ejecutando a veces las mismas tareas y otras, tareas distintas, cada uno por su
lado.
Hay una tarea especial, una misión importante
encomendada exclusivamente a la mujer: Concebir, parir, criar y educar hij@s,
tareas para las que esta capacitada y
provista de los órganos y cualidades necesarias de los que el varón carece.
No es ningún secreto que el
calificativo “madre” se refiere a una mujer que, a fuerza de amor, paciencia y
entrega se ha superado a sí misma. La palabra “Madre” evoca a una mujer buena,
desinteresada y cariñosa y, en general, tal idea suele corresponder a la
realidad.
¿Y la matrona? ¿Qué era una matrona?
Desde luego la matrona era un
elemento clave en la sociedad, una persona que participaba de las dotes y
virtudes de la mujer y de la madre.
Su misión consistía en acompañar a otras
mujeres en un momento crucial e importantísimo de sus vidas, su tarea principal
era esa: ”estar al lado” de la que estaba en trance de ser madre,
acompañándola, aconsejándola, suavizando la impaciencia y tirantez de la
situación.
La matrona no hacía ni dirigía el
parto, sólo lo presenciaba, asegurándose de que la función, más allá de los
limites de la voluntad humana, transcurría por su cauce normal, lo que, salvo
contadas ocasiones, ocurría como estaba dispuesto que ocurriera desde la
Creación del mundo. La matrona prestaba una ayuda más moral que física,
dilapidando enormes cantidades de paciencia, el ingrediente necesario en todo
parto que recomendaba el célebre doctor Bumm. La sola presencia de la matrona
infundía valor y tranquilidad a la mujer, transmitiéndola su propia serenidad
que dimanaba de saber lo que estaba pasando, de esperar estoicamente un final
seguramente feliz. La matrona no osaba intervenir en un parto, sabía que este
se produciría igual que la salida del sol, el brotar del agua o el soplo del
aire.
No intervenía, solo presencia, y
estoy casi segura de que lo hacía con la unción, con la veneración que inspiran
las cosas naturales que ningún ser humano puede fabricar.
El parto daba ocasión a que se
estableciera una corriente mutua de simpatía y de amistad entre dos mujeres que
solía perdurar BASTANTE TIEMPO. La de matrona era una profesión ancestral de la
que dependía, en buena parte, el desarrollo armónico y el bienestar de las
familias y de la sociedad en su conjunto.
No era extraño que una matrona asistiera a todos los miembros
femeninos de una familia, que las mujeres tuvieran “su matrona” y que fuera una sola persona la que asistiera
el parto, detalle que, lógicamente, inspiraba confianza a la mujer, sobre todo
si se conocían de antemano, cosa muy frecuente.
He luchado con todas mis fuerzas,
durante cincuenta años, por explicar a las mujeres que es el parto, para que lo
aceptaran voluntariamente, sin prevención contra él y sin miedo, para que
fueran capaces de asumir gozosamente el papel activo y protagonista que la Naturaleza
otorgó exclusivamente a la mujer, en el parto.
Al final de mi vida, me declaro
vencida y derrotada. Fuerzas poderosas no me han permitido finalizar mi tarea,
pero sigo creyendo que habrá un futuro, una nueva civilización en la que cada
cual sepa que es lo que le corresponde hacer, dentro de la sociedad en la que
hay modas pasajeras, inventos maravillosos ideados y fabricados por el ingenio
humano, pero en la que, seguramente, seguirán existiendo cosas eternas,
perennes, como el sol, el aire y el agua.
Para una vida futura dichosa, feliz,
productiva, no bastarán modernidades intrascendentes porque no será suficiente
la parte física, material, animal del cuerpo. Hay algo más, somos mucho más, la
mujer, la madre y la matrona son valores eternos que hay que conservar.
¡Ojalá siempre hubiera mujeres,
madres y matronas!
¡Ojalá que la clonación de seres
humanos no prospere! ¡Ojalá que el mundo futuro sea más culto, más humano, más
solidario que el que me tocó, por desgracia, vivir!
Consuelo Ruiz Vélez-Frías
Pionera en la
Preparación Psicoprofiláctica1955